junio 29, 2009

Google, o el cambio en la capacidad de pensar

Algo que no sabía: Friedrich Nietzsche usaba una máquina de escribir. Muchos de esos aforismos tersos y meditaciones impenetrables fueron producidos aporreando una Malling-Hansen Writing Ball de 1882. Y un amigo suyo notó en aquel momento un cambio en el estilo del filósofo alemán, al pasar de la escritura a mano a la mecanografía. "Quizás a través de este instrumento incluso adoptes un nuevo idioma", escribió el amigo. Nietzsche respondió: -Tienes razón. Nuestro equipo de escritura participa en la formación de nuestros pensamientos."

¡Oh, no!
El comentarista sobre tecnología Nicholas Carr, que llamó la atención sobre este ítem de trivio relacionado con Nietzsche en la nueva edición de The Atlantic, procedió a decir algo aún más preocupante. Si una máquina de escribir pudo afectar así a una mente tan profunda y poderosa como la de Nietzsche, ¿hasta dónde llega la influencia de Google sobre nosotros actualmente?

¿Estamos perdiendo rápidamente la capacidad de pensar de manera profunda, calma y seria? ¿Hemos sucumbido todos a un de­sorden o un déficit de atención provocado por Internet? O, para decirlo de modo más directo: si en este momento usted está mirando un monitor, ¿sigue leyendo o está a punto de hacer clic en otro vínculo?

No vale la pena repetir los beneficios asombrosos que ofrece Google. Cuando comencé a escribir estas columnas tenía una pila de un mes de ediciones de The New York Times en mi estudio. Si recordaba un artículo o un informe al que quería referirme, pasaba unos cuantos minutos alegremente revolviendo papeles ajados, manchándome los dedos con tinta, y por lo general terminaba leyendo un artículo que no tenía nada que ver con mi búsqueda.

Necesitaba buena memoria -incluso visual- para rastrear el origen de un vago recuerdo. Necesitaba tiempo. Necesitaba pensar un poco antes de iniciar la búsqueda. Ahora todo lo que necesito hacer es pulsar el botón derecho y tipear unas pocas palabras. Y todo se revela instantáneamente.

Paso la mayor parte del día en un blog, a un ritmo actual de casi 300 aportes a la semana. Por cierto que no soy más estúpido que antes; y estoy mucho mejor informado y mucho más instantáneamente.

Recorrer la blogósfera
Sin embargo, la manera como ahora pienso y escribo se ha visto alterada de manera sutil o no tan sutil. Proceso información mucho más rápido y aparentemente soy capaz de absorber fuentes múltiples de información simultáneamente de maneras que me hubieran asombrado de adolescente.

Al estudiar para un tema, o simplemente cuando recorro la blogósfera, mi mente da triples saltos mortales de una fuente a otra. La multitarea mental -un dato aquí, un video de YouTube por allí, un vínculo más allá, un e-mail, un mensaje instantáneo, un nuevo PDF- asusta cuando uno se para a analizarla tomando un poco de distancia y, sin embargo, resulta perfectamente natural cuando uno está en medio de un blog.

Pero cuando se trata de sentarse y realmente leer varias páginas impresas, o incluso -que Dios nos ayude- un libro, mi mente sufre un paro momentáneo. Luego de un párrafo estoy listo para seguir un nuevo vínculo. Pero la prosa frente a mi nariz se alarga. Siento inquietud. Miro las notas al pie en busca del golpe de adrenalina al que estoy acostumbrado. No sirve. Recorro la página de agradecimientos esperando encontrar algún nombre conocido. Vuelvo a empezar.

Pocos párrafos más adelante extiendo la mano para encender la laptop. No es que no tenga tiempo para leer de verdad, para permitirme el placer de un argumento o una narrativa. Más bien se trata de que mi mente está condicionada para resistirse a ello.

¿Es una nueva manera de pensar? ¿Y afectará la manera en que leemos y escribimos? Si bloguear es corrosivo, lo mismo puede decirse del videojuego Grand Theft Auto, la elaboración de textos y el envío de mensajes dentro de Facebook, con los que se está criando una generación más joven. La respuesta seguramente es afirmativa: nuestro pensamiento está cambiando de maneras que aún no entendemos plenamente. Puede ser que estemos perdiendo tranquilidad y profundidad en nuestra vida literaria e intelectual y espiritual.

El dramaturgo Richard Foreman, citado por Carr, hizo el elogio de una cultura en la que en un tiempo se sintió cómodo: -Provengo de una tradición de cultura occidental, en la que mi ideal era la estructura compleja, densa, y similar a una catedral, de una personalidad altamente educada y capaz de expresarse: un hombre o mujer que llevaba a su interior una versión única y personal de toda la herencia de Occidente. -[Ahora] veo en nuestro interior (me incluyo) el reemplazo de la densidad compleja con un nuevo tipo de ser que evoluciona bajo la presión de una sobrecarga de información y la tecnología de lo «disponible instantáneamente»-.

Lo que corremos el riesgo de perder es la experiencia de leer sólo un buen libro por un tiempo, permitiendo que sus temas resuenen en nuestra mente. Cuando era joven llevaba conmigo un solo libro por días, durante los cuales sus ideas chapoteaban en mi cabeza, no formando un juicio instantáneo (a favor o en contra), sino permitiendo que el libro se asentara por un tiempo mientras el resto del mundo aportaba lo suyo: el campo o el pavimento, la multitud o el tren, el sillón o el bar. A veces los seres humanos necesitan tiempo para analizar las cosas, permitirse dar vueltas alrededor de una idea antes de aceptarla.

El ruido blanco de la carretera informática cada vez más veloz puede -lo temo- estar impidiendo esto. La pequeña voz tranquila que renueva una civilización tal vez esté en proceso de ser eliminada por infinitas distracciones.

Superficiales o profundos
No quiero ser fatalista aquí. Como señala Carr, anteriores innovaciones -la escritura misma, la imprenta, la radio, la televisión- han modificado el tono de nuestra civilización sin destruirla. Y la capacidad de la Red de recuperar lo antiguo, renovarlo y volverlo nuevamente accesible es un pequeño milagro.

Quizás ahora estemos exageradamente abrumados por toda esta información accesible, pero puede llegar el momento en que nuestro dominio del nuevo mundo nos permita verlo con mayor perspectiva.

Espero que sí. La superficialidad, a fin de cuentas, no necesariamente descarta la profundidad. Simplemente tenemos que encontrar un nuevo equilibrio entre ambas. Tenemos que ser tanto patinadores de laguna chica como buzos de profundidades. Tenemos que dominar la capacidad de acceder a los datos mientras reservamos tiempo y espacio para hacer algo significativo con ellos.

Es inevitable que esto le lleve un poco de tiempo a nuestra especie siempre en evolución y a nuestros cerebros siempre maleables, y la era de Google en términos masivos no tiene siquiera una década. Algunos sugieren que haya un sabbat de la Red, un día o dos en la semana en que nos forcemos a no leer e-mails o escribir en blogs o enviar mensajes de texto; un alto para pensar de nuevo a la manera antigua: mirar rostros humanos presentes en vez de los que aparecen en Facebook, leer un libro en vez de un blog, rezar en vez de navegar. Creo que comenzaré a leer a Nietzsche en algún momento. Pero en este momento tengo que poner una respuesta en un blog.

Andrew Sullivan (Sunday Times News Service)
revista@lanacion.com.ar
Traducción: Gabriel Zadunaisky
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