Tengo la impresión de que tímidamente están volviendo a los escenarios porteños las antiguas escenografías pintadas sobre papel o tela, aquellas que, pese a su fragilidad y a las huellas evidentes del mucho trajinar, mostraban una pericia notable en la evocación de perspectivas remotas, en el arte de fingir, sólo con pintura, las luces y las sombras de esos mundos imaginarios. Con afecto, y con emoción, he vuelto a verlas, en Las mujeres sabias, en el San Martín, y en la dupla de óperas breves recientemente montadas en el Avenida, por cuenta de Juventus Lyrica y con dirección de Oscar Barney Finn: La serva padrona, de Pergolesi, y Acis y Galatea , de Haendel.
Cuando los pintores del Renacimiento italiano encontraron, a partir del siglo XV, la perspectiva ortogonal y abrieron la famosa ventana a las líneas convergentes en el punto de fuga de un horizonte lejano, el procedimiento se transportó al teatro. Fue la base del tradicional escenario "a la italiana". La reproducción minuciosa de paisajes o de interiores de edificios prestigiosos -templos, palacios- exigió la mano de obra de pintores realmente admirables (muchos de ellos fueron también arquitectos), diestros en sugerir distancias y recrear las texturas de las más diversas materias y los juegos de la luz sobre ellas. Se escalonaban así, ante el ojo del espectador, en las superficies planas de sucesivos bastidores, aperturas ficticias hacia una inalcanzable lejanía. Auténticos alardes de ilusionismo, llevados a la perfección en el siglo XVIII por artistas como el italiano Servandoni, cuyas escenografías fascinaron a los súbditos de Luis XV.
El siglo siguiente, con su afán de realismo a ultranza y su pasión arqueológica, llevó esa ilusión a extremos incompatibles, precisamente, con la realidad que pretendía representar. Basta leer las indicaciones escenográficas de Ibsen, por ejemplo, para darse cuenta de que hay algo que no funciona. En Las columnas de la sociedad pide, entre otras cosas: "Al foro, vitral con puerta abierta a una ancha escalinata sombreada por un toldo. Se ve parte del jardín, rodeado de verja, con entrada. A lo largo de la verja, una calle, y en la acera opuesta, casitas de madera. Es verano y hay sol". Toda la habilidad del escenógrafo pintor debió vacilar ante semejantes exigencias. El espectador aceptó la convención, hasta que se hartó de ella. El armado y desarmado frecuente de los decorados, plegar y desplegar a cada rato esos papeles pintados, terminaba por arrugarlos y cuartearlos: las paredes se tambaleaban; las puertas de tela denunciaban su flaqueza; las columnas de los templos vacilaban al menor soplo. Adolph Appia y Gordon Craig reaccionaron a tiempo: propusieron el predominio de la luz y de simples elementos corpóreos para sugerir las atmósferas requeridas. Max Reinhardt logró una práctica síntesis de ambos sistemas de representación.
No obstante, hay en las escenografías pintadas un encanto (ingenuo, si se quiere) que conviene a ciertas obras, sobre todo de época. En Las mujeres sabias , el propio director Willy Landín diseñó el decorado del jardín, justo como lo necesita la evocación del siglo XVIII (al que, sin sobresaltos, trasladó el original del XVII). En las óperas de Juventus, el director escenográfico del Argentino de La Plata, Raúl Bongiorno, hizo algo similar, al crear, según las indicaciones de Finn, un solo ámbito -un salón palaciego, barroco-, donde transcurre la acción de las dos óperas. En este caso, no se recurrió a la pintura tradicional sino a las técnicas más avanzadas: confieso no entender gran cosa del procedimiento; sólo sé que se trata de algo así como proyecciones logradas mediante la electrónica. Pero el resultado es semejante: ahí están las columnas, sus capiteles muy ornamentados, las cornisas, los frisos, que parecen sólidos y que en realidad son -como corresponde al arte del teatro- ilusión pura.
Ernesto Schoo
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junio 29, 2009
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