octubre 27, 2005

Crueldad: ¿el mayor de los pecados?


Durante la tercera semana de marzo de 2005, tres hechos coincidieron entre las noticias más destacadas. La patética batalla familiar, que se convirtió en polémica nacional y asunto de Estado, entre los padres de Terri Schiavo y el marido de esta mujer de 41 años que permanecía en condición vegetativa desde hacía quince, en el estado norteamericano de Florida. La masacre desatada en Minnesota por Jeff Weisse, de 16 años, que mató a sus abuelos, a cinco compañeros de colegio, a una profesora y a un guardia de seguridad antes de suicidarse. En La Plata, un fiscal acusó a la médica neonatóloga Viviana Edith Rodríguez de haber intentado matar cuatro veces a un bebe, hijo de una prima de ella, que había nacido con serias afecciones neurológicas.

Noticias de ese tipo aún nos conmueven por un instante, detienen un segundo el fárrago cotidiano, provocan breves muecas de horror o reflexiones angustiadas y efímeras. Alcanzan a destacarse entre otras que se mimetizan con el paisaje diario sin generar consecuencias. Los terroristas, suicidas o no, que asesinan personas por decenas; los soldados que tiran a matar contra civiles y dejan un número siempre creciente y siempre ignorado de niños, mujeres y hombres muertos o lisiados; las factorías de pieles, como las que abundan en China y otros lugares, donde millones de animales son despellejados vivos, y cientos de episodios y escenarios tanto o más dramáticos y espeluznantes que éstos apenas asombran, no distraen nuestra rutina diaria, sea por acostumbramiento, por negación o por agobio.

En el mismo mes en que acontecían los hechos con que se inicia este texto, la corporación de noticias BBC, de Londres, daba a conocer un sondeo realizado por ella para averiguar entre sus oyentes y televidentes cuáles son los pecados capitales de la sociedad contemporánea y en qué orden se enumeran. Para la cultura cristiana actual, concluye el estudio de la BBC, la crueldad (con el 39% de los votos) y el adulterio (con el 11%) encabezan el ranking pecaminoso. Algunos viejos vicios, como la gula y la avaricia, ya no merecen considerarse. En cambio, la hipocresía, los prejuicios, la deshonestidad, la codicia y el egoísmo se imponen en lugares que antes ocupaban la soberbia, la pereza, la lujuria, la gula y la envidia.

Siete siglos de pecar

Los pecados capitales fueron enunciados y explorados en profundidad por Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica, obra esencial de la teología, hacia mediados del siglo XIII. Antes habían sido también tema de preocupación de San Gregorio Magno, en Moralia, y del propio Aristóteles, en Etica a Nicómaco.

¿Qué ocurrió desde allá y hasta aquí y ahora para que en el presente sea la crueldad el mayor de los pecados? Al margen de los progresos cuánticos de la técnica y de los descubrimientos impresionantes de la ciencia, ¿ha evolucionado la conciencia humana hacia su ampliación, ha ganado en trascendencia? Filósofos y teólogos coinciden en que tanto la enumeración de los pecados capitales como la enunciación de los mandamientos obedecieron a una cuestión funcional. Lo que importa no es tanto la vigencia de cada uno de ellos, señala el filósofo español Fernando Savater, autor, entre otras obras, de Los diez mandamientos en el siglo XXI, sino "la idea de que vivir en la civilización significa aceptar un conjunto determinado de mandamientos que regulen de alguna forma la vida de la sociedad".

Cuando se mencionan palabras como civilización o sociedad, se alude a formas de organización colectivas, a una manera de vivir, crear, reflexionar, producir y trascender en la que los seres humanos están conectados entre sí, no sólo por su geografía o por su presente, sino por su pasado, sus tradiciones, su cultura, su memoria. A estas alturas de la vida del planeta, parece ocioso hacerlo notar, pero es necesario recordarlo: el ser humano es social y gregario; aislado perece; existe y se desarrolla entre semejantes. De hecho, y aunque es algo en lo que rara vez nos detenemos a pensar, lo primero que recibimos al nacer (o aún antes) es un nombre. ¿Para qué? Para ser nombrados, identificados entre otros, para señalar nuestra diferencia entre semejantes y nuestra vinculación con ellos. Tener un nombre significa que nuestra identidad nos será dada por el otro. Nadie lo necesita si vive aislado.

Conviene detenerse en esta cuestión porque al analizar la lista de los modernos pecados capitales es posible advertir, como se subraya en el estudio de la BBC, que, a diferencia de los tradicionales, éstos aluden especialmente "a acciones dañinas contra los otros". Esto es algo que llama a la reflexión. En los más de siete siglos que van desde Santo Tomás y la Suma Teológica hasta hoy parecería que, en la medida en que nuestra civilización avanzó en garantizar su propia supervivencia mediante la instrumentación de logros científicos y tecnológicos, se hubieran gestado condiciones debilitadoras de la conciencia de interdependencia. Como si la sensación de que ya no somos fácil presa de la naturaleza y de lo desconocido (aunque allí están los tsunamis para desmentirlo) nos llevara a desinteresarnos del prójimo y de su suerte. Más aún: muy a menudo el otro es visto como obstáculo, freno, competidor o impedidor. Y en esos casos pasar por sobre él, apartarlo, hasta puede ser visto como un derecho. Allí, quizá, pueda encontrarse el germen de la crueldad, el mayor pecado capital contemporáneo, según la flamante encuesta.

La industria de los videojuegos, uno de los fenómenos de crecimiento más explosivos en lo que va del nuevo siglo, se inició con desafíos a la inteligencia basados en modelos más o menos ingeniosos, pero no violentos, hasta que, desde mediados de la década del 90, comenzaron a aparecer juegos como Doom, Duke Nukem, Unreal, Quake o Half Life, llamados first person shooters (o tiradores en primera persona). Al principio, se trataba de dispararles a invasores extraterrestres; luego los shooters crecieron en aceptación y audacia, y empezaron a abundar juegos en los que se trata de dispararle a otra persona, atropellar a un anciano, a un niño o a un perro con un auto, matar a un periodista, y diversiones por el estilo. ¿Es sólo el mundo virtual? ¿Se trata apenas de una catarsis necesaria para canalizar tensiones de la vida contemporánea? ¿Es una simbolización preferible a la ejecución literal de las situaciones que proponen los juegos?

Para Dave Grossman, un ex oficial del ejército estadounidense que se ha especializado en el estudio de la conducta humana y es catedrático en West Point y en la Universidad de Arkansas, se trata de algo más profundo y preocupante. "Estamos llegando a una etapa de insensibilización en la cual infligir dolor y sufrimiento llega a ser una fuente de entretenimiento: el placer sustituye a la repulsión." Grossman ha profundizado en este fenómeno en su libro Sobre el asesinato: el costo de aprender a matar en la guerra y en la sociedad.

La guerra de cada día

En este aspecto es muy ilustrativo el trabajo del médico, psicólogo y educador Lawrence LeShan, que en su obra La psicología de la guerra estudia cómo se percibe la realidad según se la ve con los anteojos de la guerra o con los de la paz. Si vivimos en paz, dice, se distinguen los matices entre el bien y el mal; actuamos menos impulsados por "mandatos divinos"; apreciamos la relatividad de ciertos problemas; sabemos que las dificultades personales y sociales tienen diferentes orígenes, y nos dedicamos a estudiarlos en busca de las soluciones; se amplía la capacidad de dialogar con los que disienten; percibimos la diversidad. En una atmósfera belicista, aceptamos a quienes están con nosotros (los "buenos") y rechazamos a los que disienten (los "malos"), pensamos que vivimos tiempos especiales en los que se decide el destino del mundo (Armagedón, Batalla final, etcétera), creemos que Dios está de nuestra parte, nos impulsa y nos avala sin importar lo que hagamos. Nos convencemos de que el origen de todos nuestros problemas es el otro, el enemigo, y nos decimos que actuamos en defensa propia. Estamos seguros de que los otros ("ellos") mienten y nosotros decimos la verdad y que, en fin, entre "nosotros" y "ellos" hay diferencias cualitativas insalvables que justifican nuestros actos sean cuales fueren.

Una mirada panorámica sobre las áreas en las que se desarrolla la vida contemporánea permite ver hasta qué punto las definiciones que LeShan adjudica a los tiempos de guerra se verifican... en los tiempos de paz.

Las categorías "ellos" y "nosotros" como sinónimo de "buenos" y "malos", la creencia de que nuestra palabra es la verdad y la del otro la mentira, la certeza de que nos acreditan razones superiores, la fe en que nuestros intereses son prioritarios y anteriores a los de quienes se nos oponen, y la descalificación del diferente se pueden advertir a diario, de maneras más sutiles o más frontales, en las prácticas políticas, en las estrategias de negocios, en los hábitos deportivos, en formas de gestionar la cultura, en la convivencia entre vecinos (ya se trate de consorcios, vecindades o barrios cerrados), en los contenidos de películas taquilleras, en políticas comunicacionales. Hay guerra de marcas, guerra de hinchadas, guerra de pandillas de distintos barrios, crueles internas partidarias, guerras de grupos dentro de otros grupos humanos. Cuando se vive como si se estuviera en guerra, se termina por hablar y por actuar como si se estuviese en una trinchera. El otro es siempre un enemigo potencial y la crueldad se convierte en hábito.

No deja de ser alentador, si se repasa la encuesta de la BBC, que los pecados capitales de hoy, con la crueldad a la cabeza, tengan como denominador común el desinterés por el prójimo o el daño hacia él. Esto significa que la ignorancia o el desprecio del otro son percibidos como un problema social serio, algo que se debe reparar. El filósofo Enrique Valiente Noalles alertaba sobre esto al señalar que ciertas formas de la crueldad con la que convivimos son actos gratuitos en los que "el otro, como tal, está completamente ausente, por más que se le inflija un daño; se trata de una forma de violencia autista". Cuando no hay noción del otro, como recuerda Noalles, sobreviene la disolución de la responsabilidad.

Quizá sea la responsabilidad (entendida como la facultad y la capacidad de hacerse cargo de las consecuencias que nuestros actos tienen siempre en nosotros, en nuestro entorno y en los otros) la virtud que debemos desarrollar y fortalecer de manera prioritaria y colectiva para comenzar a reparar la acción devastadora y expandida de la crueldad. El médico y filósofo vienés Victor Frankl, creador de la logoterapia, afirmó que "nada necesita el hombre tan urgentemente como la más alta conciencia de su responsabilidad. El asumir nuestra responsabilidad es el sentido de la existencia humana". Según su óptica, responsabilidad equivale a estar en el mundo en contacto con los otros y no enfrentado a ellos o desentendido de su existencia.

Responsabilidad y amor, en cuanto sentimientos y energías que nos ligan a los demás, mantienen una estrecha ligazón. El historiador Jeffrey Burton Russell, autor de una monumental y clásica Historia del Demonio, sostiene que "quizás el amor pueda lograr lo que el intelecto no puede. Porque es cierto que hacemos el mal, pero también es cierto que amamos, y el amor es el remedio del mal. No se lo derrota con otro mal, con la negación ni con armas de fuego: la única respuesta que ha funcionado es la de Jesús o la de Aliosha Karamazov, es decir, poner el amor en el centro de la vida". Russell menciona al protagonista de Los hermanos Karamazov, obra maestra de Fedor Dostoievsky, acaso el más profundo estudio que la literatura haya hecho sobre la compasión.

Para Fernando Savater es la falta de amor la que hace necesarios castigos que penen los pecados capitales. Si este sentimiento estuviera más presente, en forma activa y no declamatoria, en nuestras vidas y vínculos, dice Savater, un dios amable podría decir: "Amaos los unos a los otros y no necesitaréis leyes". Y, se podría agregar, tampoco serían necesarias encuestas que nos pongan cara a cara con nuestra propia crueldad.

Por Sergio Sinay (*)

(*) El autor es escritor, periodista y especialista en vínculos. Entre sus obras se cuentan Vivir de a dos y Las condiciones del buen amor.

Para saber más
www.studioesseci.net

Al volante, conductores crueles

La Argentina supera a Suecia, Holanda, Estados Unidos, España y Japón, y encabeza las estadísticas mundiales en materia de víctimas fatales de accidentes de tránsito. Es el resultado de la crueldad urbana, cotidiana y callejera, que parece muy enraizada en la cultura nacional. Ya el 25 de septiembre de 1899, un editorial de La Nacion la describía así: "Al carrero de chata no le importa atropellar nada, no teme por su gran vehículo acorazado, quien sufre es quien se tope con él; que se cuiden entonces. El tranvía confía en que los carruajes se cuidarán por la mayor robustez de su vagón; el coche se ríe del ciclista, quien llevará la peor parte, y el ciclista se ríe del peatón. Cada uno piensa que el otro es el que debe cuidarse y los accidentes son múltiples". Quizá baste comparar la palabra "crueldadad" con la definición convencionalmente aceptada de la violencia como una respuesta emocional de indiferencia o de placer ante el sufrimiento o el dolor de los otros, y también como el impulso a actuar causando un dolor o un sufrimiento innecesarios.

Boleto: las obras que ilustran esta nota



Son cincuenta pinturas realizadas por el colombiano Fernando Botero, que nacieron de la rabia provocada por el horror de la cárcel de Abu Ghraib, Irak, donde sucedieron los recientes casos de tortura a prisioneros iraquíes por parte de las tropas estadounidenses y británicas.



Algunas de ellas ilustran esta nota. Hasta el 23 de septiembre, se presentan en la muestra Los últimos quince años, en el Palazzo Venezia de Roma, ciudad que Botero no visita, precisamente, desde hace tres lustros.



La exhibición está integrada por ciento setenta obras en total. Las cincuenta pinturas sobre el horror fueron realizadas en el lapso de un año y se transformaron en una de las series a las que el maestro se siente más ligado. Por su valor de denuncia no serán puestas a la venta, sino exhibidas en los museos más importantes del mundo.



"Nadie recordaría los horrores de Guernica sin el cuadro de Picasso", analizó el pintor. El tema de la crueldad y la violencia estuvo ya presente en el centro de su sensibilidad cuando, debido a los acontecimientos que ensangrentaron su país en los años noventa, incluso una de sus estatuas fue destruida en un atentado en el centro de Bogotá, en el que murieron 27 personas.


Los costos de la violencia

En América latina, de acuerdo con un informe del Banco Mundial, hay 30 mil asesinatos cada cien mil habitantes. El crimen, la violencia y los actos de crueldad impiden, según los especialistas, el crecimiento económico y la reducción de la pobreza. En los últimos quince años del siglo XX, el continente perdió, por estas causas, 200 mil millones de dólares. En ese mismo lapso, el 75 por ciento de las mujeres de las ciudades y el 44 por ciento de las del campo se quejaron de algún tipo de acto de crueldad interpersonal.

En América latina, de acuerdo con un informe del Banco Mundial, hay 30 mil asesinatos cada cien mil habitantes. El crimen, la violencia y los actos de crueldad impiden, según los especialistas, el crecimiento económico y la reducción de la pobreza. En los últimos quince años del siglo XX, el continente perdió, por estas causas, 200 mil millones de dólares. En ese mismo lapso, el 75 por ciento de las mujeres de las ciudades y el 44 por ciento de las del campo se quejaron de algún tipo de acto de crueldad interpersonal.

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