octubre 27, 2005

Siempre Rita


Juana González (o Rita, la Salvaje) fue en los 50 la primera argentina que se desnudó en un cabaret. Después pasó diez años internada en un neuropsiquiátrico. Ahora, la cantante Emme la encarna en un musical



Una cama seca. Televisión por cable. El cuerpo sano. Esos, así, son sus tesoros. Sus magras alegrías. Ella, que tuvo una ciudad a sus pies, que salió de las márgenes bravas de Maciel -la Isla- para nunca más volver, ahora mide la felicidad con esas varas simples: que no le duela nada, dormir caliente, tener el cable para ver a Susana.

-Ahora tengo toda la comodidad. Gracias a Dios.

Eleva la nariz, revuelve el pelo blanco.

-Y no quiero ni acordarme de lo que pasé. Lo que pasó, dirá después, es que estuvo diez años internada en un neurosiquiátrico de la ciudad de Rosario, que la dieron por muerta y que, al salir, de todo lo que tuvo no tenía nada y era -se sentía- un fantasma. Pero no siempre fue así.

Ella fue la primera en hacer el streap tease más crudo, en los años 50, del que los argentinos tengan memoria, se llama Juana González y su mito atravesó las décadas con la fuerza necesaria y suficiente como para clavarse en el corazón del siglo nuevo e inspirar una comedia musical altamente exitosa en el teatro Maipo de Buenos Aires.

El nombre -de la comedia, de la mujer-es Rita la Salvaje.

El cuerpito

Rita nació Juana en la Isla Maciel, un 15 de junio de hace ochentaaños, bajo el signo de Géminis.

Hoy, esta tarde de invierno, en el último piso del teatro Maipo, donde se estrenó Rita la Salvaje (el musical sobre su vida dirigido por Ricky Pashkus, protagonizado por Emilio Bardi, Lidia Catalano y Martín Slipak, entre otros, y en el que Rita es encarnada por la cantante Emme), ella usa una blusa muy animal print, el pelo merengue blanco, la nariz pequeña, la boca pintada, el gesto rampante.

-Mi mamá, que en paz descanse, decía: "Hacé lo que te guste, pero no me traigas dolores de cabeza y no hagas porquerías con un hombre". Y cumplí, porque jamás le di un dolor de cabeza a mi mamá. La he querido muchísimo. Todos los lunes la alumbro con una velita porque es el día de las almas benditas.

Juana creció en una familia de seis hermanos, tempranamente huérfana de padre y después de madre. Y no dice cómo -ni por qué- los 21 años la encontraron viviendo en un hotel de Buenos Aires y trabajando de copera en el Tetuán, un cabaret de la calle Paraguay al 2000.

-Su madre no llegó a saber que usted trabajaba en estos clubes.

-No. Ya había fallecido. Pero hoy lo debe saber. Porque dicen que el ángel que nosotros tenemos le avisa. Después de ahí un empresario me vio y al teatro Casino, en Rosario. Sería 1952. Un día me dijo: "Dale, desnudate, mirá el cuerpo que tenés".

El cuerpo que tenía. Redondeces alzadas, curvas a la Rita Hayworth. Así, de pronto, Juana se desnudó y dejó de ser González para ser Rita Day primero y Rita la Salvaje después. Desde 1950 y hasta entrados los 70 fue un imán, showman apocalíptica que desde el escenario de aquel cabaret del más lumpen de los barrios rosarinos -el renovado barrio de Pichincha-- celebraba la ceremonia de la desnudez propia para el ojo ajeno. En el sacrosanto nombre del porque sí: porque me gusta.

-A mí me encantaba. Si volviera a nacer, haría otra vez lo mismo. Me decían que tenía un cuerpito... Y me criticaban. Decían de todo. "¿A vos no te da vergüenza desnudarte?" Y yo contestaba: "Vos porque no lo podés hacer; si lo pudieras hacer, lo harías; fijate el cuerpo que tenés, gorda de m.".

En una noche típica, Rita iba por las mesas, lanzaba perfume con un perfumero y, de a poco, se quitaba todas las prendas, como nadie nunca antes, en pleno mil novecientos cincuenta y pico.

-Yo salía bailando toda vestida y me sacaba de a poco. El corpiño. La trusa. Y me quedaba una bombacha chiquita. Y después me sacaba también ésa. Y me quedaba ahí colgando un caramelito. Tenía dos números: uno era el del ventilador humano y el otro el del caramelito, que me los copiaron muchísimo. En el del caramelito, llevaba ahí colgado un caramelo y llamaba a uno del público y le decía: "Vení, hablame por teléfono a larga distancia, arrodillate". Y me lo sacaba con la boca, pero no me lastimaba, nada. A mí me han ido a ver Goyeneche, Pedrito Rico, Raúl Lavié. El ventilador humano era con los bustos. Movía uno para allá y el otro para allá. Si querés te lo hago, ¿ves? Así, pum pum pum pum, y con el otro, pum pum pum pum. La derecha era Central y la otra, Ñuls. Yo soy centralista, entonces siempre ganaba Central. Yo la hacía ganar, y me decían: "Che, hacé ganar a Ñuls". Una sola vez ganó Ñuls. Era para matarse de risa.

El rumor de su número rodó y se abrió paso hasta Buenos Aires. Dice que iban a verla Piazzolla, Tita Merello, Niní Mar­shall. Viajó mostrando su arte por Brasil, Perú, Nicaragua, Uruguay, Guatemala, Panamá, Bolivia y Ecuador, arengando a varones tumultuosos.

-Pero nunca me tocaron. Yo tenía un machete y como me llegaran a tocar les daba un machetazo. Sabían que era brava. Tenía mis escapaditas, pero bien reservadas. Aunque era muy codiciada, yo tuve nada más que dos amores.

Los dos, dice, fueron amores malos. Amores que le hicieron mal.

-Uno en Tucumán y otro en Córdoba. El primero, cuando yo tenía 22 años, y el segundo, a los 30. Los dos tenían otra mujer. El de Córdoba se casó con otra en mis narices. Yo fui a la iglesia y le pedí con tanto amor a Dios que me lo hiciera olvidar, y me lo hizo olvidar. La mujer del cabaret siempre fue despreciada. Se pensaba que la cabaretera era regalada. Pero yo no. Yo lo hacía porque lo mío era personal. Yo quería hacer eso. Usted ve ahora las cosas que pasan por la televisión y se da cuenta de que eso no es personal. Eso se lo mandan hacer.

Aquellos años, cuando hacía lo que quería, fue feliz. Hasta aquel día de 1983.

El encierro

-¡Soy Juana González, de Avellaneda y evitista, doctor! -gritaba Rita aquella madrugada, desnuda bajo el tapado de piel raída, a las puertas del Hospital Psiquiátrico Avila, de Rosario.

La acompañaba una caravana de compañeros de trabajo que, hartos ya de desvaríos y paranoia, la habían llevado hasta allí para que comenzara la primera de una serie de internaciones que duraron diez años. Rita tenía poco más de 50: dicen que 54.

-No me quiero ni acordar. Por eso no piso más un cabaret: porque los cabarets me mandaron al manicomio.

Hay una versión que dice así: aquel año del señor de 1983 unos hombres entraron al cabaret Rendez Vous, donde trabajaba. El hijo del dueño, un chico de 23 años con el que Rita tenía una relación entrañable, se acercó a preguntar qué se iban a servir y uno de ellos respondió: "Esto te vas a servir". Fueron cinco tiros, y fue cruento: Rita se arrojó sobre el cuerpo, arrasada, intentando arrancar las balas con las manos, y empezó a perder los primeros jirones de razón. Siguieron los desvaríos, las ausencias, las alucinaciones. Así fue como llegó, aquella madrugada, a las puertas del Hospital Psiquiátrico de Rosario. Pasó diez años internada, con breves intervalos, y dice que la dieron por muerta. Todas sus cosas desaparecieron del hotel Pelayo, donde vivía.

-Cuando me dieron de alta no me quedaba nada. Me habían robado todo. Los diez años que estuve internada los pasé leyendo la Biblia. Al darme por muerta, nadie venía a verme. Me metieron en una cueva y ahí me dejaron. No tenía zapatos, no había para comer. ¿Sabés lo horrible que es eso? ¿Sabés los bichos que vi? Ahora estoy bien. Y rezo mucho. Las cuarenta y ocho horas. En mi casa tengo un crucifijo que es toda la pared y la Virgen llena de flores. Me quedaré con cinco centavos, pero las flores no le faltan a la Virgen. Hace poco me sacaron una foto con la Virgen y con Jesús. Y yo digo: "Hiciste mal en sacarme la foto con Jesús y con la Virgen".

-¿Por qué?

-Es que no queda bien, querida. Yo soy una chica de cabaret.

Leila Guerriero

www.maipo.com.ar

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