octubre 31, 2005

“Tus personajes son como tus parientes”


Parece contento Abelardo Castillo, aunque diga que en cierta forma ya vive como una carencia la publicación de El espejo que tiembla, el volumen de cuentos largamente anunciado, el quinto eslabón de la serie Los mundos reales. Lo real: ¿no dice, en la primera línea de la solapa de sus libros, desde hace décadas y miles de ejemplares, que nació en San Pedro? El hombre cuenta, en su casa de altos de la calle Hipólito Yrigoyen, que en realidad nació en Buenos Aires y que a los ocho años, cuando sus padres se separaron, se fue a su ciudad natal, a orillas del Paraná, en la que siente haber nacido. Acaso el dato, que desliza sin énfasis particulares, tenga que ver con la presencia en estos relatos de calles y barrios y atmósferas del sitio donde realmente nació. “Es como si hubiera vuelto al mundo de mi infancia”, dice Castillo, y echa humo de tabaco de pipa, y recuerda que cuando era muy chico ya disfrutaba con irse, los martes a la tarde, desde su casa en Terrero y Gaona hasta una librería de Caballito, a comprar la revista del Pato Donald. “Y no la abría hasta volver, y a veces me iba hasta la Plaza Irlanda sin mirarla. Ese trayecto entre la librería y la plaza, o mi casa, era como un modo de la eternidad”, dice, y la historia resulta una raíz bastante lejana del placer que le da dilatar la aparición de sus libros.
Los personajes –hombres, mujeres, fantasmas, sombras– que habitan los once cuentos de El espejo que tiembla viven extrañas bifurcaciones y confluencias que, luego, o antes, pueden desembocar en el abandono, la muerte, la pesadilla o el horror, la concreción de sueños, reales o imaginados. Castillo ya había anticipado que en este libro predominarían los relatos fantásticos y que, de alguna forma, se estaba permitiendo una libertad que “el compromiso” de décadas pasadas juzgaba “impertinente”. Más allá de géneros: no puede alejarse aquí del fabuloso manejo de los tiempos, de la singular forma en la que hace hablar a sus criaturas, de la fluidez con la que se instalan el humor o la amargura, lo patético o lo encantador, sin que se tenga la sensación de que esos adjetivos no dicen demasiado frente a lo que realmente pasa al leerlo. Sobre el implantamiento de una lógica regida por un “deber ser” que parece inconmovible, el narrador superpone otra que tuerce, desmiente, prueba que ese “deber ser” no es tal y que tampoco es tan rígido.
–En abril del año pasado decía que el libro saldría en octubre; en enero, que iba a salir en marzo. ¿Qué pasó?
–En octubre lo tenía listo, pero en la editorial decidieron que sería mejor sacarlo este año. Y todavía no estaba decidido el orden de los cuentos. Después quedamos en que saldría para la fecha de mi cumpleaños, en marzo, pero ahí surgió lo imprevisible: el arreglo entre Ballcels, la agencia de España, y la editorial, porque para publicar este libro había que renovar el contrato de toda la obra. Ahí empezaron las conversaciones, que ignoro totalmente. Mientras saqué algún cuento, lo cambié por otro, lo organicé de otra manera. En algún sentido me divertí bastante, porque es la parte de la literatura que más me gusta: corregir. Y, sobre todo, dilatar. Nunca me preocupó dilatar nada: ni un viaje, ni un encuentro, ni un libro. Tener un proyecto que se alarga es como sentirse inmortal.
–Es una postura que anda bastante a contramano de estos tiempos.
–Creo que sí: mis tiempos no coinciden en general con los de la gente. Vivo prácticamente de noche. Y aunque nací en Buenos Aires, me crié en San Pedro, pueblo de río, chico, donde el tiempo fluye de otro modo.
–Más allá de las alusiones a Buenos Aires, hay también una fuerte presencia de lo fantástico. ¿Por qué diría que estos dos elementos predominan ahora en sus relatos?
–San Pedro sólo aparece nombrado en el cuento donde el tipo se encuentra con Poe en una especie de sueño; es cierto, hay una presencia mayor de Buenos Aires, con calles y lugares. En cuanto a lo fantástico, es como una deuda que viene desde los ’60 que me he pagado a mí mismo. Para mi generación escribir cuentos fantásticos producía mala conciencia, porque se suponía que había que ser realista, coloquial, politizado, “comprometido”. Aunque desde mis primeros tiempos fui publicando algunos, siempre tuve pudor por mis cuentos fantásticos: era como hacerle demasiada concesión a lo intimista. Así que fui acumulándolos. Diría que, a la inversa de Borges, que a los 70 años dijo que había aprendido a contar historias realistas sin tanta retórica –él nota casi con asombro el predominio de lo realista en El informe de Brodie–, yo sentí que a los 70, con algún dominio del oficio, ya podía volver a contar historias fantásticas.
–¿Usted no recomendaba, en su decálogo sobre la escritura de cuentos, que se evitara hacer ficción con los sueños?
–En realidad decía que no hay nada más aburrido que escuchar que te cuenten un sueño, igual que zamparle a otro lo que uno soñó. En La calle Victoria, el personaje más joven le dice al otro, que tiene mi edad: “Yo no sueño, tu generación soñaba, y así le fue, en la vida y en los sueños”. El cuento siguiente es Fordham, que es como la historia de un encuentro soñado. Yo soy un gran soñador: los momentos más estupendos de la vida real son los sueños. Por eso mis libros se llaman Los mundos reales, porque concibo que los sueños forman parte de la realidad. Algunos cuentos míos, como Erika de los pájaros o Week end, están literalmente basados en sueños.
–¿Cuándo descubre que tiene un cuento?
–Es muy raro: para mí un cuento nace como una especie de punto en el tiempo y en el espacio, ya terminado. En el momento en que se me ocurre el final tengo resuelto el resto: lo único que tengo que hacer es escribir hacia atrás lo que justifica ese final.
–¿Un ejemplo de “final” de alguno de estos cuentos?
–Aunque parece un cuento totalmente fantástico y disparatado, Noche de epifanía surge de un hecho real que me contaron en San Pedro: un nene de cuatro años le había pedido algo a los reyes y no podían hacerle decir cuál era el pedido. Porque el tipo, con esa lógica abrumadora que tienen los niños, decía por qué iba a contar, si los reyes ya sabían: eran magos, ¿no? En el momento en que recibí la historia el cuento estaba completo, aunque tardé muchos años en escribirlo, cosa que me suele ocurrir. Una vez que lo tengo terminado en la cabeza, no me importa cómo se escribe. Noche de Epifanía es la narración de una nena que ha escrito una carta a pedido de su hermano.
–Ya en Conejo (un cuento anterior) el narrador era un nene. A propósito, ¿por qué no tuvo hijos?
–Desde muy joven sentí que no iba a tenerlos, lo cual me llevó a grandes conversaciones con Sylvia (Iparraguirre, su compañera). Después, dada mi edad, tampoco hubiera querido tener un hijo al que le llevara, cronológicamente, demasiado tiempo. Pero probablemente tenga que ver con mi historia personal: soy hijo de un matrimonio separado. Conejo, por cierto, es prácticamente uno de mis pocos relatos autobiográficos: mis padres se separaron y yo sentí eso como un abandono. Sin duda eso fue traumático, sobre todo para la época en que ocurrió: hoy es muy común ser hijo de un matrimonio separado, pero en los años ’40... Recuerdo una frase que me marcó mucho cuando tendría ocho o nueve años: iba caminando por Terrero y oí que un chico decía “éste es al que se le fue la vieja”. También diría que no lo viví con dramatismo: para mí fue como una recuperación de la libertad. Decirlo así puede dar la impresión de frialdad o desdén, pero no me llevaba bien con mi madre, que tenía un carácter muy fuerte, y sí, en cambio, con mi padre, que era mucho más apacible. Mi tía, por otra parte, fue como una madre sustituta.
–Es un tema que también aparece en sus relatos.
–De alguna manera me debe haber marcado, porque en muchos cuentos, y en las novelas también, la figura de la madre es esencial, para bien o para mal. Probablemente del fracaso matrimonial de mi padre heredé la enorme responsabilidad que implica tener un hijo. Diría que siempre tuve hasta miedo de tenerlos. Al mismo tiempo eso da una mirada hacia los de mis contemporáneos, de mis amigos, casi paternal: siempre me he llevado muy bien con los chicos y con los jóvenes. A lo mejor hubiera sido un padre pésimo, totalmente absorbente, con terror a que le pasara algo, sobreprotector. Lo sé por mi gato, que cuando se sube al balcón me da vértigo; los gatos no suelen caerse de los balcones, pero a mí me produce un enorme sentido de protección. Y entonces siempre pensé que de haber tenido un hijo únicamente me hubiera dedicado a ser padre, y tal vez no hubiera escrito una línea.
–¿Qué le dio y qué le sacó la literatura? Sobre todo qué le sacó, porque lo que le dio parece más claro.
–Y, la literatura saca muchas cosas. En lo económico, sin duda... No vivo como un hombre pobre, pero lo fui durante mucho tiempo. Elegir la literatura es elegir la carencia. Es una elección que hace que a veces haya que deponer, sin demasiado conflicto, una cantidad de cosas referidas a las relaciones afectivas; no digo que elegí entre la literatura y la paternidad, pero de alguna forma siempre sentí que eran incompatibles en mí. Ese tipo de carencias, que están dentro de un mundo imaginario, a veces me hace pensar todo lo que podría haber sido si no me hubiera dedicado únicamente a escribir libros. Instalar un mundo imaginario como uno real es, de hecho, una carencia, porque no creo que alguien que tiene, o cree tener, todo lo que le hace falta como ser humano, se ponga a inventar mundos de ficción: le basta con la realidad. Y lo que me dio la literatura es poder salir, también, de esa zona de carencia y de angustia. Hay un momento en que tus personajes llegan a ser tus parientes más cercanos. Y hasta también, como dicen los escritores puerilmente, pero no es tan falso, tus hijos: recuerdo que Marechal decía que sus hijos verdaderos eran sus libros.

ANGEL BERLANGA

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